
La expectativa era demasiado grande. Una corriente de aire cálido llevaba todos esos raros olores que me causaban entre vértigo, desagrado y añoranza. Una mezcla de sensaciones demasiado inverosímil para tomarla en serio.
Parte de la excitación se debía a lo que ocurriría esa noche: Bajo la gran carpa se preparaba toda clase de artilugios para generar estados alterados de conciencia en aquellas personas que participarían del aquelarre convocado para unas horas más tarde.
Los niños, como lógicamente ha sido siempre, fuimos desalojados de la gran carpa mientras todavía hubiese luz del sol, para que los adultos pudiesen hacer los preparativos. Empezamos la caminata en medio de una explanada de tierra artificialmente preparada para aquella ocasión. Estábamos en medio de una tupida e inmensa montaña, “Sorte”, que desde tiempos ajenos a la memoria, es sede viviente del sincretismo esotérico en Venezuela, legado por nuestros ancestros y que surgió en su lucha por colonizar unos y por preservar sus raíces fuera de la mano colonizadora, otros.
Cuando, a mediados del milenio pasado, los españoles tomaron a los africanos de sus dignos imperios, que comúnmente llamamos “tribus”, los arrancaron de sus familias, destruyeron sus asentamientos, violaron sus mujeres, madres e hijas y los hicieron emprender vastos viajes a la recién “descubierta” América, aquellos que sobrevivían las condiciones inhumanas de los viajes en las galeras de los barcos, llegaban esclavizados a esas tierras. La esclavitud no solo fue física: la doctrina religiosa practicada por los colonizadores debía ser practicada igualmente por colonizados y esclavos. No era opcional.
Los esclavos, cuyo cuerpo era domino de su propietario, buscaron la forma de seguir siendo dueños de su alma. Así, en el seno de las prácticas religiosas obligatorias impuestas por los colonos, fueron introduciendo muy astutamente, elementos propios de sus creencias y de su fe. Es así como nace, ecléctica, la cada vez más establecida, reconocida y con mayor número de adeptos, “brujería” en Latinoamérica.
Esa tarde caminamos largamente. Niños revoltosos descubriendo cosas, colores, olores y prácticas completamente ajenas a nuestra cotidianidad. En medio de la montaña, a través de los senderos, descubrimos muy rápido que no éramos los únicos. Muchos otros grupos habían levantado sus inmensas carpas en diferentes explanadas de tierra e igualmente que en nuestro caso, habían desalojado a sus niños para poder realizar todos sus preparativos.
De pronto nos encontramos decenas de niños en las riveras del pequeño rio. Algunos de ellos, los mayores, gritaban sorprendidos y excitados que las aguas corrían en dirección ascendente. Yo solo veía el rio transcurriendo en una porción plana del terreno, custodiado por arboles, piedras y alguna que otra olla sobre leña preparando el singular “sancocho” venezolano. De ninguna manera pude identificar el “milagro” del rio trepador.
Justo antes de hacerse de noche, volvimos a nuestra carpa. La sensación de asombro que tuve al entrar y ver aquello me causo una gran conmoción de la cual hoy, casi treinta años después, todavía no me puedo recuperar. Había infinidad de velas grandes y pequeñas de todos los colores dispuestas en un área del círculo de tierra, flores, tambores, imágenes de veneración fabricadas en yeso, decoradas con los más hermosos y vistosos matices, olores extraños y desconocidos que me hacían evocar algo ya vivido.
Me senté en un rincón con la actitud más reverente que puede tener un niño. La gente alrededor conversaba de temas incomprensibles para mi, algunos hombres entonaban un monótono tamborileo y algunas personas, según yo entendía, las más avanzadas en la jerarquía, fumaban sendos tabacos, con la mirada fija en algún punto del espacio, desviada de vez en cuando para leer el idioma del fuego y la ceniza. Mientras transcurrían las horas (o los minutos, no puedo recordar cabalmente) algunas personas se fueron levantando del suelo y al cadencioso ritmo de los tambores fueron desencajando sus cuerpos hasta convertirlos en manojos de extremidades convulsas acariciando la nada o el todo – Lo que ocurría dentro de sus mentes, era un misterio -.
Para ese momento un halo amarillo fuego cubría todo. El aura espiritual se teñía del color de las velas y cantos feroces invocando la “fuerza” aupaban los febriles movimientos de los bailarines. Cada bailarín, inmerso en su fervor, con los ojos desorbitados y respiración extática, había sido poseído, con su anuencia por supuesto, por algún espíritu poderoso a veces invocado, a veces no. Los rostros transformados, los movimientos bruscos e impudorosos, el frenesí que aumentaba con las horas, entremezclado con aguardiente, tabaco, velas y tambores, nada tenían en consonancia con lo que había sido hasta ese instante mi existencia de hija menor en una familia culta de clase media.
En la improvisada y polvorienta pista de baile encontré caciques indígenas martirizados por los españoles cuatrocientos años atrás, esclavos emancipados, líderes independentistas de la gesta patriótica, personalidades del acontecer histórico mundial ya fallecidas e incluso a la Virgen María y algún discípulo de Jesús.
De vez en cuando, el furor de la energía se detenía en el ambiente y entonces nos dábamos cuenta de que alguien en algún lugar de la carpa tenía algo que decir. Así, escuché palabras, siempre incomprensibles para mi mente infantil, en las cuales presentía un profundo valor esotérico. Escuche designios premonitorios e incluso amorosos y bondadosos consejos para algunos de los presentes. También oí manifestaciones verbales en otros idiomas, algunos identificables y otros no.
En el transcurso de la noche, el aura del lugar y las personas fue cambiando de aquel tono amarrillo intenso flameante, pasando por diferentes grados de ocre, ocre rojizo hasta que hacia el final de la madrugada, había llegado a verse completamente marrón. Mis ojos, que habían estado batallando contra el sueño para no perderse nada de aquel estupor, ante el desgastado colorido áurico se rindieron. A esa hora, ya no había nada que hacer.