
Muy pronto me acostumbré a aquella rutina en la escuela esotérica. Más que acostumbrarme, era una especie de excitación por lo que vendría. Cada día había algo nuevo, alguna nueva enseñanza, algún nuevo color ante mis ojos.
Al cabo de algunos días se me informó que debería ocuparme de las labores de la cocina, hacerme cargo de la asistencia del cocinero. Para ese entonces ya comprendía lo que eso significaba: la cocina era el centro de ese pequeño cosmos. Los alimentos se consumían y se digerían bajo un estado de profunda conciencia y observación de sí. Cada componente ingerido tenía un propósito más allá que el simple sustento de los factores vitales o el disfrute. Por lo tanto, aquellos que elaboraban las comidas, debían hacerlo con total impecabilidad del Ser; estar en óptimas condiciones mentales, emocionales y físicas. De ninguna manera perderse en vanos pensamientos o tontas reflexiones, sino mas bien, con la actitud que tendría un científico al tratar de elaborar la formula correcta para curar una grave enfermedad, en este caso, la del sueño, el despojo de la conciencia, la falta de centro.
Caminé en dirección a la cocina sin dudar sobre la importancia de la labor encomendada. Aun los gallos no habían cantado pero ya todos estaban en pie, cada uno atendiendo el compromiso que le correspondía. El encargado ya se encontraba cortando las primeras verduras. Inmediatamente me puse a tono con la situación y comencé mi tarea. Mientras lo hacía, intenté darme cuenta de la calidad de mis pensamientos, divagantes, difusos. Pronto los puse en orden y mientras iba elaborando los cortes, iba percibiendo un chirriante dolor en mi interior; un ruido de fondo estridente y burlón que sin duda me había acompañado desde siempre. ¿Cuando había surgido? Imposible saberlo. En aquel momento le vi la cara, su dimensión, su aspecto, el carácter nervioso de la sensación que producía en mí. Lo observe fijamente y a los pocos segundos su intensidad disminuyó, como si fuera un animal que se encoge porque teme el poder de una bestia más grande recién surgida entre los arbustos. Se retuerce de miedo y se marcha, volteando de vez en cuando para asegurarse de no ser seguido por el amenazante depredador.
Esa mañana, después de aquella primera experiencia de observación de una sensación en mi misma, comprendí el hecho de que normalmente el ser humano debe convivir con infinidad de huéspedes en su interior, la mayoría de las veces sin tomar conciencia de ello y siempre bajo su dominio y condicionamiento.
El esplendido desayuno consistía de un guiso de verduras acompañado de pan Roti, cuya receta proveniente de la India preparábamos con maestría. El momento de la ingestión era normalmente el más positivo. Ahí nos encontrábamos todos, salidos de la habitual introspección para no solo observarnos a nosotros mismos, sino también a nuestros compañeros, desarrollar nuevas habilidades de comunicación y sentir un estado de familiaridad o hermandad, producto de un hecho tan simple como compartir los mismos alimentos.
Algunas veces ocurrieron excepciones. Si algún miembro de los que trabajaron en la cocina no había participado en la preparación de los alimentos con un estado de impecabilidad interna, y si por el contrario, había albergado pensamientos hostiles hacia alguien del grupo, un tercero o incluso hacia sí mismo, inmediatamente, aquello se hacía patente en el sabor o la consistencia de la comida, llegando incluso a ser “incomible” para los demás. Algunas veces nos quedamos sin comer y la persona que había cocinado tuvo que retirarse con el propósito de observarse a sí misma y trabajar aquel estado emocional indeseable que nos había dejado con las tripas en concierto.